José M. Esteve
Universidad de Málaga
_____________________________________________________________________________________
Ponencia presentada en las XXXI Jornadas de
Centros Educativos
Universidad de Navarra. 4 de febrero de 2003
Tras veinticinco años de recorrido profesional, el autor afirma que
se aprende a ser profesor por ensayo y por error. En el camino deben sortearse
distintas dificultades, como elaborar tu propia identidad profesional, dominar
las técnicas básicas para ser un buen interlocutor, resolver el problema de la
disciplina y adaptar los contenidos al nivel de conocimiento del alumnado.
__________________________________________________________________________________
La enseñanza es una profesión ambivalente. En ella te puedes
aburrir soberanamente, y vivir cada clase con una profunda ansiedad; pero
también puedes estar a gusto, rozar cada día el cielo con las manos, y vivir
con pasión el descubrimiento que, en cada clase, hacen tus alumnos.
Como casi todo el mundo, yo me inicié en la enseñanza con altas
dosis de ansiedad; quizás porque, como he escrito en otra parte, nadie nos
enseña a ser profesores y tenemos que aprenderlo nosotros mismos por ensayo y
error. Aún me acuerdo de mi primer día de clase: toda mi seguridad superficial
se fue abajo al oír una voz femenina a mi espalda: “¡Qué cara de crío. A éste
nos lo comemos!”. Aún me acuerdo de mi miedo a que se me acabara la materia que
había preparado para cada clase, a que un alumno me hiciera preguntas
comprometidas, a perder un folio de mis apuntes y no poder seguir la clase... Aún me
acuerdo de la tensión diaria para aparentar un serio academicismo, para
aparentar que todo estaba bajo control, para aparentar una sabiduría que estaba
lejos de poseer...
Luego, con el paso del tiempo, corrigiendo errores y apuntalando lo
positivo, pude abandonar las apariencias y me gané la libertad de ser profesor:
la libertad de estar en clase con
seguridad en mí mismo, con un buen conocimiento de lo que se puede y lo que no se puede hacer en una
clase; la libertad de decir lo que pienso, de ensayar nuevas técnicas para explicar un tema, de
cambiar formas y modificar contenidos. Y con la libertad llegó la alegría: la
alegría de sentirme útil a los demás, la alegría de una alta valoración de mi
trabajo, la alegría por haber escapado a la rutina convirtiendo cada clase en
una aventura y en un reto intelectual.
Pensar y sentir
El camino y la meta me los marcó Unamuno en una
necrológica de Giner de los Ríos, leída por azar en el Boletín de la Institución Libre
de Enseñanza: “Era tan hombre y tan maestro, y tan poco profesor -el que
profesa algo-, que su pensamiento estaba en continua y constante marcha, mejor
aun, conocimiento... y es que no escribía lo ya pensado, sino que pensaba
escribiendo como pensaba hablando, pensaba viviendo, que era su vida pensar y
sentir y hacer pensar y sentir”.
”Era su vida pensar y sentir y hacer pensar y sentir”... Miguel de
Unamuno y su preocupación por enlazar pensamiento y sentimiento... Nunca
encontré una mejor definición del magisterio: dedicar la propia vida a pensar y
sentir, y a hacer pensar y sentir; ambas cosas juntas. Muchos colegas coinciden
en este punto. Mª Carmen Díez, desde la escuela primaria, expresa así su visión
actual de la enseñanza: “ahora entiendo la escuela como un sitio adonde vamos a
aprender, donde compartimos el tiempo, el espacio y el afecto con los demás;
donde siempre habrá alguien para sorprenderte, para emocionarte, para decirte
al oído algún secreto magnífico”. Fernando Corbalán, un profesor de secundaria,
tras hablarnos de que en clase tenemos que divertirnos, buscar el ansia de
saber y propiciar una atmósfera de investigación, concluye: “Y no se piense que
sólo se abre la mente a los alumnos. También la del profesor se expande y se
llena de nuevos matices y perspectivas más amplias, y funciona la relación
enriquecedora en los dos sentidos. Mi experiencia, al menos, me dice que
algunos de los juegos y problemas con los que he disfrutado, y que sigo
utilizando, han tenido su origen en la dinámica de la clase... Y cuando se
crea esa atmósfera mágica en clase, con los fluidos intelectuales en
movimiento, pocas actividades hay más placenteras”.
Hace tiempo, descubrí que el objetivo es ser maestro de humanidad.
Lo único que de verdad importa es ayudarles a comprenderse a sí mismos y a
entender el mundo que les rodea. Para ello, no hay otro camino que rescatar, en
cada una de nuestras lecciones, el valor humano del conocimiento. Todas las
ciencias tienen en su origen a un hombre o una mujer preocupados por
desentrañar la estructura de la realidad. Alguien, alguna vez, elaboró los
conocimientos del tema que explicas, como respuesta a una preocupación vital.
Alguien, sumido en la duda, inquieto por una nueva pregunta, elaboró los
conocimientos del tema que mañana te toca explicar. Y ahora, para hacer que tus
alumnos aprendan la respuesta, no tienes otro camino más que rescatar la
pregunta original. No tiene sentido dar respuestas a quienes no se han
planteado la pregunta; por eso, la tarea básica del docente es recuperar las
preguntas, las inquietudes, el proceso de búsqueda de los hombres y mujeres que
elaboraron los conocimientos que ahora figuran en nuestros libros. La primera
tarea es crear inquietud, descubrir el valor de lo que vamos a aprender,
recrear el estado de curiosidad en el que se elaboraron las respuestas. Para
ello hay que abandonar las profesiones de fe en las respuestas ordenadas de los
libros, hay que volver las miradas de nuestros alumnos hacia el mundo que nos
rodea y rescatar las preguntas iniciales obligándoles a pensar.
Cada día, antes de explicar un tema, necesito preguntarme qué
sentido tiene el que yo me ponga ante un grupo de alumnos para hablar de esos
contenidos, qué les voy a aportar, qué espero conseguir. Y luego, cómo
enganchar lo que ellos saben, lo que han vivido, lo que les puede preocupar,
con los nuevos contenidos que voy a introducir. Por último me lanzo un reto: me
tengo que divertir explicándolo, y esto es imposible si cada año repito la
explicación del tema como una salmodia, con la misma gracia en el mismo sitio y
los mismos ejemplos; llevo treinta años oyéndome explicar los temas, en algunas
ocasiones, repitiéndolos dos o tres veces en distintos grupos; he calculado que
me jubilo el año 2.021 y estoy seguro de que moriré de aburrimiento si me oigo
año tras año repitiendo lo mismo, con mis papeles cada vez más amarillos y los
rebordes carcomidos. La renovación pedagógica, para mí, es una forma de
egoísmo: con independencia del deseo de mejorar el aprendizaje de mis alumnos,
la necesito como una forma de encontrarme vivo en la enseñanza, como un desafío
personal para investigar nuevas formas de comunicación, nuevos caminos para
hacer pensar a mis alumnos... “pensaba hablando, pensaba viviendo, que era su vida
pensar y sentir y hacer pensar y sentir...” Desde esta perspectiva, la
enseñanza recupera cada día el sentido de una aventura que te rescata del tedio
y del aburrimiento, y entonces encuentras la libertad de expresar en clase algo
que te es muy querido. Inmediatamente recibes la respuesta: cien alumnos pican
el anzuelo de tu palabra y ya puedes dejar correr el sedal, modulas el ritmo de
tu explicación a la frecuencia que ellos emiten con sus gestos y sus preguntas,
y la hora se pasa en un suspiro -también para ellos-. Y entonces descubres la
alegría: ese momento de magia te recompensa las horas de estudio y te hace
sentirte útil en la enseñanza.
No hay mejor regalo de los dioses que encontrar un maestro. A veces
tenemos la fortuna de encontrar a alguien cuya palabra nos abre horizontes
antes insospechados, nos enfrenta con nosotros mismos rompiendo las barreras de
nuestras limitaciones; su discurso rescata pensamientos presentidos que no nos
atrevíamos a formular, e inquietudes latentes que estallan con una nueva luz.
Y, curiosamente, no nos sentimos humillados por seguir el curso de un
pensamiento ajeno; por el contrario, su discurso nos libera y nos ensancha
creando en nosotros un juicio paralelo con el que reestructuramos nuestra forma
de ver la realidad; y luego, extinguida la palabra, aún encontramos los ecos
que rebotan en nuestro interior obligándonos a ir más allá, a pensar por
nuestra cuenta, a extraer nuevas conclusiones que no estaban en el discurso
original... Este es el objetivo: ser maestros de humanidad... a través de las
materias que enseñamos, o quizás, a pesar de las materias que enseñamos;
recuperar y transmitir el sentido de la sabiduría; rescatar para nuestros
alumnos, de entre la maraña de la ciencia y la cultura, el sentido de lo fundamental
permitiéndoles entenderse a sí mismos y explicar el mundo que les rodea.
Las dificultades
He hablado de mis precarios inicios en la enseñanza, y de mi visión
actual tras treinta años de recorrido profesional; pero, para ayudar a otros a
recorrer el mismo camino, tengo ahora que hablar del proceso intermedio, e,
inevitablemente, de las dificultades a sortear.
Identidad profesional
El primer problema consiste en elaborar tu propia identidad
profesional. Esto implica cambiar tu mentalidad, desde la posición del alumno
que siempre has sido, hasta descubrir en qué consiste ser profesor. Y aquí
aparecen los primeros problemas, porque hay enseñantes que no aceptan el
trabajo de ser profesor. Las dificultades suelen ser distintas entre los
profesores de primaria respecto a los de secundaria.
Entre los de primaria el peor problema es la idealización: la
formación inicial que han recibido suele repetir con insistencia lo que el buen
profesor “debe hacer”, lo que “debe pensar” y lo que “debe evitar”; pero nadie les ha explicado,
en términos prácticos, cómo actuar, cómo enfocar los problemas de forma
positiva y cómo eludir las dificultades más comunes. Han aprendido contenidos
de enseñanza, pero no saben cómo organizar una clase, ni cómo ganarse el
derecho a hacerse oír. Así, se les ha repetido hasta la saciedad la importancia
de la motivación para el aprendizaje significativo: “el buen profesor debe
motivar a sus alumnos”; pero nadie se ha preocupado de que aprendieran de forma
práctica diez técnicas específicas de motivación. Pese a que una de las
principales tareas a desarrollar en su trabajo será la enseñanza de la lectura
y la escritura, muy pocas diplomaturas de maestro incluyen un curso de
lectoescritura, mientras que es frecuente que se dediquen cursos enteros al
aprendizaje de la fonética.
Por estos caminos, al llegar al trabajo práctico en la enseñanza,
el profesor novato se encuentra con que tiene claro el modelo de profesor
ideal, pero no sabe cómo hacerlo realidad. Tiene claro lo que debería hacer en
clase, pero no sabe cómo hacerlo. “El choque con la realidad” dura dos o tres
años; en ellos el profesor novato tiene que solucionar los problemas prácticos
que implica entrar en una clase, cerrar la puerta y quedarse a solas con un
grupo de alumnos.
En este aprendizaje por ensayo y error, uno de los peores caminos
es el de querer responder al retrato robot del “profesor ideal”; quienes lo
intentan descubren la ansiedad de comparar, cada día, las limitaciones de una
persona de carne y hueso con el fantasma etéreo de un estereotipo ideal. Desde
esta perspectiva, si las cosas salen mal es por qué yo no valgo, porque yo no
soy capaz de dominar la clase; y, de esta forma, los profesores novatos se
ponen a sí mismos en cuestión, y, a veces, cortan los canales de comunicación
con los compañeros que podrían ayudarles: ¿cómo reconocer ante otros que yo
tengo problemas en la enseñanza, si el “buen profesor” no “debe” tener
problemas en clase? Como señala el artículo de Fernández Cruz, la identidad
profesional se alcanza tras consolidar un repertorio pedagógico y tras un
periodo de especialización, en el que el profesor novato tiene que volver a
estudiar temas y estrategias de clase, ahora desde el punto de vista del
profesor práctico y no del estudiante de magisterio.
Entre los profesores de secundaria, el problema de la identidad
profesional es mucho más grave. Como señala Fernando Corbalán: “la inmensa
mayoría de los profesores de secundaria nunca tuvimos una vocación clara de
enseñantes... Estudiamos una carrera para otra cosa (matemático profesional,
químico, físico,...)”. En efecto, nuestros profesores de secundaria se forman
en unas Facultades universitarias de Ciencias y Letras que, ni por asomo,
pretenden formar profesores. En ellas predomina el modelo del investigador
especialista. Como resultado de este modelo, el profesor que llega al Instituto
para explicar Geografía e Historia, y, con un poco de mala suerte un curso
suelto de Ética, se identifica a sí mismo como “medievalista”, ya que, durante
los últimos cinco años de su vida, la Universidad le ha insistido en la
necesidad de estudiar Paleografía, Epigrafía y Numismática, Latín y Árabe para
acceder a los documentos medievales, y se le ha iniciado en el trabajo de
Archivo, centrándole en una época histórica muy determinada y permitiéndole
olvidar el resto de la
historia. Al parecer, nadie se ha puesto a pensar en el
problema de identidad que sobreviene a nuestro medievalista cuando se enfrenta
a una clase bulliciosa de treinta adolescentes en una zona rural o en un barrio
conflictivo. El sentimiento de error y de autoconmiseración se apodera de
nuestro nuevo profesor. Él es un investigador, un medievalista, ha pasado dos
veranos en el archivo de Simancas preparando su Tesina entre documentos
originales que él es capaz de descifrar... ¿por qué le obligan ahora a enseñar
Historia General, que no es lo suyo, y, de paso Geografía y Ética? Y, además,
descubre horrorizado que los alumnos no tienen el menor interés por la
Historia, y que temas claves de su especialidad -como el apasionante tema de su
tesina- se despachan con dos párrafos en el libro de texto.
Para colmo, nuestro futuro profesor de secundaria se da cuenta de
que no sabe cómo organizar una clase, cómo lograr un mínimo orden que permita
el trabajo y cómo ganarse la atención de los alumnos. Aquí, el problema de
perfilar una identidad profesional estable pasa por un auténtico proceso de
reconversión, en el que el elemento central consiste en comprender que la
esencia del trabajo del profesor es estar al servicio del aprendizaje de los
alumnos. ¡Qué duro resulta comprender esto a la mayor parte de nuestros
profesores de secundaria y de Universidad! Ellos son investigadores,
especialistas, químicos inorgánicos o físicos nucleares, medievalistas o
arqueólogos, ¿por qué van ellos a rebajar sus niveles de conocimientos a la
mentalidad de treinta adolescentes bárbaros? ¡Hay que mantener el nivel!
-gritan exaltados-, y ello significa, en la práctica, que dan clase para dos o
tres privilegiados, mientras el resto de los alumnos van quedando descolgados.
Y además, hasta el fin de sus días, vivirán la enseñanza rumiando la afrenta de
que la sociedad les obligue a abandonar el Olimpo de su investigación para
mantener contacto un grupo de adolescentes.
Por contra, algunos profesores consiguen estar a gusto en su
trabajo, y descubren que esto pasa, necesariamente, por una actitud de servicio
hacia los alumnos, por el reconocimiento de la ignorancia como el estado
inicial previsible, por aceptar que la primera tarea es encender el deseo de
saber, por aceptar que el trabajo consiste en reconvertir lo que sabes para
hacerlo accesible a un grupo de adolescentes... Un viejo maestro me decía que,
enseñar al que no sabe está catalogado, oficialmente, entre las obras de
misericordia; y, en efecto, hace falta un cierto sentido de la humildad para
aceptar que tu trabajo consiste en estar a su servicio, en responder a sus
preguntas sin humillarlos, en esperar algunas horas en tu despacho por si
alguno quiere una explicación extra, en buscar materiales que les hagan
asequible lo esencial, y en recuperar lagunas de años anteriores para
permitirles acceder a los nuevos conocimientos. Lo único verdaderamente
importante son los alumnos... Esa enorme empresa que es la enseñanza no tiene
como fin nuestro lucimiento personal, nosotros estamos allí para transmitir la
ciencia y la cultura a las nuevas generaciones, para transmitir los valores y
las certezas que la humanidad ha ido recopilando con el paso del tiempo, y
advertir a las nuevas generaciones del alcance de nuestros grandes fracasos
colectivos. Esa es la tarea con la que hemos de llegar a identificarnos.
Comunicación e interacción
El segundo problema a solucionar para ganarse la libertad de estar
a gusto en clase hace referencia a nuestro papel de interlocutor. Un profesor
es un comunicador, es un intermediario entre la ciencia y los alumnos, que
necesita dominar las técnicas básicas de la comunicación. Además,
en la mayor parte de los casos, las situaciones de enseñanza se desarrollan en
un ámbito grupal, exigiendo de los profesores un dominio de las técnicas de
comunicación grupal. Por tanto, ese proceso de aprendizaje inicial, que ahora
se hace por ensayo y error, implica entender que una clase funciona como un
sistema de comunicación e interacción.
Una buena parte de las ansiedades y los problemas de los profesores
debutantes se centran en este ámbito formal de lo que se puede y lo que no se
puede decir o hacer en una clase. El profesor novato descubre enseguida que,
además de los contenidos de enseñanza, necesita encontrar unas formas adecuadas
de expresión, en las que los silencios son tan importantes como las palabras,
en las que el uso de una expresión castiza puede ser simpático o hundirnos en
el más espantoso de los ridículos. El problema no consiste sólo en presentar
correctamente nuestros contenidos, sino también en saber escuchar, en saber
preguntar y en distinguir claramente el momento en que debemos abandonar la escena. Para ello hay
que dominar los códigos y los canales de comunicación, verbales, gestuales y
audiovisuales; hay que saber distinguir los distintos climas que crean en el
grupo de clase los distintos tonos de voz que el profesor puede usar: un tono
grave y pausado induce al grupo a la reflexión, mientras que si queremos animar
un debate debemos subir algo el tono de voz... etc.
Los profesores experimentados saben qué lugar físico deben ocupar
en una clase, dependiendo de lo que ocurra en ella; saben interpretar las
señales gestuales que emiten los alumnos para regular nuestro ritmo de clase, y
el dominio de éstas y otras habilidades de comunicación requiere entrenamiento,
reflexión y una constante actitud de autocrítica para depurar nuestro propio
estilo docente. Al final, conseguimos ser dueños de nuestra forma de estar en
clase, conseguimos comunicar lo que exactamente queremos decir, y logramos
mantener una corriente de empatía con nuestros alumnos.
Disciplina
Otro obstáculo serio a superar, quizás el que genera en los novatos
la mayor ansiedad, es el problema de la disciplina. En
realidad, es un problema muy unido a nuestros sentimientos de seguridad y a
nuestra propia identidad como profesores. En este tema he visto de todo: desde
colegas que entran el primer día en clase pisando fuerte, con aires de matón de
barrio, porque alguien les ha dado el viejo consejo de que no pueden sonreír
hasta Navidad, hasta colegas desprotegidos e indefensos incapaces de soportar
el más mínimo conflicto personal. Entre esos dos extremos que van desde la
indefensión hasta las respuestas agresivas, el profesor tiene que encontrar una
forma de organizar a la clase para que trabaje con un orden productivo. Y, en
cuanto comienza a hacerlo, descubre que esto tampoco se lo han enseñado. Se
supone que el “buen profesor” debe saber organizar la clase, pero en pocas
ocasiones se le ha contado al futuro profesor dónde está la clave para que el
grupo funcione sin conflictos.
El viejo supuesto, según el cual, “para enseñar una asignatura lo
único realmente importante es dominar su contenido” encuentra en este campo su
negación más radical. Entonces, el profesor descubre que debe atender otras
tareas distintas a las de enseñar: tiene que definir funciones, delimitar
responsabilidades, discutir y negociar los sistemas de trabajo y de evaluación
hasta conseguir que el grupo trabaje como tal. Y esto requiere una atención
especial, a la que también hay que dedicar un cierto tiempo. El razonamiento y
el diálogo son las mejores armas, junto con el convencimiento de que los
alumnos no son enemigos de quienes tienes que defenderte. Mi experiencia me
dice que los alumnos son seres esencialmente razonables; es posible que, si te
dejas, intenten llevarte al huerto y bajar algo tus niveles de exigencia, pero
si la razón te asiste y en ella fundas tu propia seguridad, los alumnos saben
descubrir muy bien cuáles son los límites.
Contenidos y niveles
Por último, nos queda el problema de adaptar los contenidos de
enseñanza al nivel de conocimientos de los alumnos. El profesor novato tiene
que entender que ha dejado la Universidad, tiene que desprenderse de los
estilos académicos del investigador especialista, y adecuar su enfoque de los
conocimientos para hacerlos asequibles a su grupo de clase. Yo también protesto
por el bajo nivel con el que me llegan mis alumnos, pero protestar no sirve de
nada, tienes los alumnos que tienes, y con ellos no hay más que una
alternativa: o los enganchas en el deseo de saber, o los vas dejando tirados
conforme avanzas en tus explicaciones. Hay quien, en salvaguarda del nivel de
enseñanza, adopta la segunda opción; pero a mí siempre me ha parecido el
reconocimiento implícito de un fracaso; quizás porque, como dije antes, hace
tiempo que descubrí que en cualquier asignatura, lo único importante es ser
maestro de humanidad.
El orgullo de ser profesor
Y ahora, ya, el tiempo corre en mi contra. No espero nada nuevo del
futuro: he hecho lo que quería hacer, y estoy donde quería estar. Es posible
que mucha gente piense que ser profesor no es algo socialmente relevante, pues
nuestra sociedad sólo valora el poder y el dinero; pero a mí me queda el
desafío del saber y la pasión por comunicarlo. Me siento heredero de treinta
siglos de cultura, y responsable de que mis alumnos asimilen nuestros mejores
logros y extraigan consecuencias de nuestros peores fracasos. Y, junto a mí,
veo a un nutrido grupo de colegas, en las zonas rurales más apartadas y en los
barrios más conflictivos, orgullosos de ser profesores, trabajando día a día
por mantener en nuestra sociedad los valores de la cultura y el progreso... entre
ellos hay valiosos maestros de humanidad: hombres y mujeres empeñados en
enseñar a sus alumnos a enfrentarse consigo mismos desde el preescolar hasta la
Universidad.
_____________________________________________________________________________
MIGUEL DE UNAMUNO
(1864-1936)
Escritor, filósofo, humanista. Rector de la Universidad de
Salamanca. Autor de una extensa obra literaria en la que destacan sus ensayos,
en los que analiza la realidad social con una visión crítica y con una fuerte
implicación personal. Se le considera uno de los mejores representantes de la
Generación del 98. Su enfrentamiento a la dictadura de Primo de Rivera le llevó
al destierro.
FRANCISCO GINER DE LOS RIOS (1839-1915)
Catedrático de derecho de la Universidad de Madrid. En 1876 renuncia
a su puesto en defensa de la libertad de cátedra y funda la Institución Libre
de Enseñanza, la institución educativa más innovadora en la España de finales
del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Su Residencia de Estudiantes es
el centro clave de reunión y de formación de los mejores intelectuales y
artistas españoles del siglo XX.